martes, 28 de junio de 2011

Alocución del Obispo al finalizar el Corpus




Hermanos y hermanas:

Concluye en esta Plaza de la Catedral, corazón de la vida de la Iglesia diocesana, la procesión con el Santísimo Sacramento, memorial de la pasión de Cristo y prenda de la gloria futura que esperamos, cuando la figura de este mundo con las contradicciones que ha generado el pecado de los hombres haya pasado. La Eucaristía nos anuncia la transfiguración plena de nuestro cuerpo y de este mundo creado por Dios, que él, por su amor, ha querido corporar a la resurrección de Cristo. Es el mismo Cristo resucitado el que lo anuncia en el libro del Apocalipsis: “Mira, hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). La humanidad redimida es la que anuncia el cuerpo glorioso de Cristo presente en este pan de la Eucaristía, que ya no es pan sino la carne del Hijo de Dios: “He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo y el «Dios con ellos» será su Dios” (Ap 21,3).

Jesucristo glorificado a la derecha del Padre como Hijo de Dios no nos ha dejado huérfanos de su presencia. Se ha quedado con nosotros en el pan de la Eucaristía, dando así cumplimiento a sus palabras: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28,21).

Dios ha querido congregarnos en la unidad de su Iglesia para entrar a formar parte de su pueblo, morada de su presencia. Cristo ha querido hacer de la comunión de la Iglesia el gran signo de la salvación que Dios ofrece a los hombres, y a pesar de nuestros pecados y debilidades, ha querido congregar en su cuerpo a la humanidad dispersa por el pecado. Lo meditábamos esta mañana en la solemne celebración de la misa, de donde brota la presencia eucarística del Señor.

Contra la ideología de un pluralismo a ultranza, propuesto como nuevo dogma ideológico que todo lo relativiza, soslayando los mandamientos, Cristo nos manda observar los mandamientos como prueba de fe verdadera. Todas las naciones están llamadas a entrar en la comunión de la Iglesia, con las riquezas que poseen y los bienes sociales y culturales que crean los seres humanos, pero al entrar en la Iglesia también las culturas y las civilizaciones, igual que sociedades que las crean necesitan de la purificación de la palabra de Dios, sin la cual nadie puede entrar en la comunión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, a cuya imagen hemos sido creados. El evangelio de Cristo purifica y renueva la vida de los hombres de todas las razas y culturas y sólo así congrega en la unidad que supera las oposiciones.

Frente a una sociedad profundamente dividida, en la que ha hecho presa la crisis social que estamos viviendo, la comunión entre las personas que Dios quiere crear en su Iglesia desarrolla aquello que nos une, y hace de nosotros una fraternidad de hijos del mismo Padre. En ella los únicos privilegiados han de ser los pobres y los necesitados, aquellos que el egoísmo y el desorden social arrinconan, llevándolos a la marginación por falta de trabajo y de posibilidades de desarrollo de las propias capacidades.

¿De qué podría servirnos una fiesta del Corpus Christi convertida sólo en cultura y tipismo que identifica la trayectoria histórica de un pueblo, si es Cristo el que nos dice que sólo cuenta ante Dios el cumplimiento de su voluntad y de sus mandamientos? La participación en la Eucaristía no es compatible con la violación de las normas morales que salvaguardan la dignidad de las personas y emanan del Evangelio, porque han sido reveladas por Cristo como voluntad de Dios para la felicidad eterna del hombre.

Confesar que Jesucristo es el Señor, honrando la custodia que paseamos por las calles de nuestra ciudad nos obliga a cumplir los mandamientos de Cristo. Sólo quien cumple los mandamientos permanece en el amor de Cristo. Es el mismo Jesús quien nos dice: “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor (…) Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15,10a.14).

Quiera el Señor que la fe eucarística que distingue a nuestra historia sirva a la conversión de todos al Evangelio. No podemos vivir como si Dios no existiera, porque el culto de la Eucaristía es incompatible con un estilo de vida prescinde de Dios y quiebra la fraternidad entre sus hijos. La Eucaristía es la fuente de la verdadera solidaridad, de la Eucaristía dimana aquella preocupación por los hermanos, especialmente por los que sufren y por los pobres, que supera las divisiones y los enfrentamientos, las oposiciones y rencores que alimenta el sectarismo que divide y fractura la sociedad. Una verdadera cultura eucarística es aquella que se alimenta de los valores religiosos de la fe cristiana, tomando como referencia fundamental la comunión que realiza la Eucaristía en la comunión eclesial. Si estamos aquí honrando a la Eucaristía es porque así lo creemos y así queremos vivir.

Que Santa María de la Encarnación, titular de nuestra iglesia Catedral, en cuyas entrañas se hizo carne el Hijo eterno de Dios, nos consiga con su intercesión la fidelidad a la fe eucarística que nos une, la fe hace de nosotros un pueblo de hermanos.

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